"Los desastres no son inevitables. No cuesta nada concebir un universo paralelo en el que Adolf Hitler se dedica a pintar acuarelas, Josif Stalin se queda en el seminario y Javier Clemente va a Leverkusen, en los suburbios de Colonia, a jugar al fútbol. En ese universo, libre de Auschwitz y del gulag, Valverde marca un gol en Leverkusen, el Espanyol levanta su primer trofeo continental y el mundo es más feliz".
No recuerdo cuándo dejé el fútbol. Solo sé que un tiempo después aprendí a controlar el balón con las figuras metálicas de un futbolín. A pocos metros del colegio, en un bar de La Maruca, había uno extraordinario, de madera maciza y mangos que se movían como pistones, mangos pegajosos. Las bolas tenían muescas. La última vale doble en caso de empate. Pasar por debajo al dejar al otro a cero. Cervezas en botellín. Vestidos. Los primeros móviles. Mejillones en salsa para doce. Cigarros. Licenciados en carreras que no te llevan por la banda, sino a sitios concretos. Nóminas de becarios y algún golazo con la media.
"Quitando esnobismos de criatura lesionada, la cosa se quedaba en Madrid o Barça, por ese orden, y uno se hacía del Barça muy de pequeño como se elige la melancolía frente a la euforia y los tonos otoñales sombríos frente a la brillantez deslumbradora de las luces de una sala de espera o de un centro comercial. Siempre me ha parecido que mis colegas madridistas llevaban un Napoleón dentro, y puede que hasta una Josefina, con esa obsesión por teñir de blanco Europa y el mundo".
En realidad, la obra de Hemingway es un gran críptico sobre la historia sevillista. Y quien diga lo contrario, o se lo dijera a cierto chaval que vio a su equipo bajar con 16 años y ahí quedó tullido de la cabeza para siempre, miente o es un imbécil. Si no fuera así, ¿qué simboliza entonces el leopardo congelado en las nieves perpetuas del Klimanjaro, sino el título de Liga que nunca podremos alcanzar mientras morimos de gangrena a pocos pasos de él?